Los códigos fundamentales de una cultura, tal y como señaló Foucault, fijan de antemano para cada hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de lo que se reconocerá.1 En esta afirmación, el teórico francés involucra al ojo como el sentido en el plano de lo sensorial, que brinda el propio reconocimiento en la autentificación de una imagen. Dicho de otra manera, Foucault admite que, por cada civilización, por cada territorio histórico-geopolítico y, más adelante, por cada vanguardia y por cada grupo, el arte matérico y tangible sobrevive como prueba arqueológica evidenciable de estos. Erwin Panofsky confirmó de igual forma que «La idea de una visión construida socioculturalmente se presenta como aquello que rige y se ‘visualiza’ en modo de arte»,2 cuyo reflejo como establecimiento de un régimen escópico, Christian Metz confiere a cada cultura visual construida en una era determinada.3 A la par de lo anterior, en Pintura. El concepto de un diagrama, Gilles Deleuze confesó no estar seguro de que la filosofía haya aportado algo a la pintura, más quizás no es así como había que plantear la pregunta, sino más bien, formularla a la inversa: la posibilidad de que la pintura tenga que aportar algo a la filosofía:4 tal y como podemos corroborar en las anteriores deducciones, las categorías se subdividen o despliegan su sino para efectos distintos. Podríamos añadir una noción Foucaultiana más que abrió posibilidades en el inicio de las clasificaciones: la mímesis como garantía de una historia primera de las categorías, una historia de la semejanza («La historia del orden de las cosas sería la historia de lo Mismo»5). Uno de los ejemplos más bellos que expone en Las palabras y las cosas son las clasificaciones de lo existente por colores en la ecomímesis: aquellas correspondencias que empatizan con las estrellas de la tierra –las plantas, generalmente de color verde– respecto de las estrellas celestes: «La naturaleza, en tanto juego de signos y de semejanzas, se encierra en sí misma según la figura duplicada del cosmos»,6 pero también de su diferencia –como añade más adelante en el mismo libro– por exclusión o antagonismo, aún cuando en ciertos momentos de la historia, ars y tekné constituyeron una suerte de sinónimo o de palabras relacionadas en la Antigua Grecia, después en el Renacimiento y hoy en día, en el arte de los nuevos medios y las nuevas tecnologías.
A partir del periodo de la Ilustración surgió una obsesión por la clasificación –resultado de un proceso que, como todo, venía gestándose desde tiempo atrás– misma que devino en las consecuentes jerarquías y praxis características del Occidente Moderno, cuya regla de oro podría ser: «A es distinto de B, por lo tanto, pertenece a C». La división propuesta por Immanuel Kant destinó que la caja del arte debía ser ordenada en el anaquel del Juicio, en tanto se trataba de una manifestación contingente, subjetiva, pero a la vez, universal (que es como decir, de acuerdo a Kant, que el verdadero arte es uniformemente apreciado por toda la especie humana, ergo, un inuit se maravilla ante la representación de lo sublime de la misma forma que lo haría un tzotzil o un europeo). Aunque arcaica, dicha categorización prevalece aún en las generaciones veteranas que fueron formadas y vivieron bajo el cobijo de esas premisas, alejándolas así de la constitución espiritual de lo abstracto y lo geométrico presente en artistas como Kazimir Malevich y Wassily Kandinsky, al favorecer la representación figurativa, y desconocer, entre otros hechos, el desplazamiento de la escultura a la instalación y otras manifestaciones híbridas que surgieron como consecuencia de la aplicación de los avances tecnológicos a la representación en el cine o el salto de la autonomía de la dramaturgia al arte mixto del performance.7
Puede ser que el siglo XIX nos resulte la evidencia de otra transición más en progreso: del mecenazgo a la crítica y la subversión, pero también a la propaganda y el arte oficial de nueva cuenta en las vanguardias; del orden a un caos que promete mejores resultados cuando la porosidad de la historia se revisa a contrapelo gracias a los análisis de Aby Warbourg o de Walter Benjamin: Warbourg y su Atlas Mnemosyne, ambicioso proyecto que emprende a principios del siglo XX para atravesar, descifrar e interpretar la iconografía artística occidental; a la par de los sistemas constelares, las rosas de los vientos de Benjamin, que transgreden la norma lineal de una investigación en la que caben desde intuiciones hasta relaciones etimológicas, topográficas, organizaciones espaciales y alineaciones ópticas. Desconozco si Warbourg y Benjamin se conocieron en persona o al menos de forma referencial, pero ver las imágenes que Warbourg disponía en una especie de caos que seguramente sólo él entendía, recuerda las constelaciones de Benjamin en su sentido gráfico al tiempo que en su ordenamiento. Es así que entendemos cómo Warburg pudo hacer tal análisis del entonces escandaloso Le petit dejeuner sur l’herbe pintado por Édouard Manet rastreando el pasado para demostrar el uso de desnudos femeninos conviviendo con hombres vestidos en una obra de Giorgione y, a su vez, encontrar la postura de uno de ellos en un relieve romano para el cual Marcantonio Raimondi hizo su correspondiente grabado en El juicio de París.
Cada vez, las intersecciones cronológicas marcadas por una particular estética decorativa fueron adelgazándose más desde el arte mesopotámico y faraónico que duraron milenios, al Renacimiento y Barroco occidentales, que duraron siglos, a las escuelas del siglo XIX que duraron décadas, a las vanguardias de principios de siglo que duraron lustros. Aún así, nos enfrentamos hoy en día con etiquetas tales como «arte contemporáneo» o «posmodernidad» que ya huelen a viejo, pues han durado demasiado. Ante nuestra imposibilidad de descifrar los tiempos que vivimos y solo ser capaces de entender que el adelgazamiento crónico de los ismos, los neos, las generaciones y los grupos, es una consecuencia cuyo sustrato se haya anclado en la era moderna, nuestra confusión se hace patente en títulos de libros especializados como What was contemporary Art?8 En cuestión de un tris transformamos el bon goût y la belleza estética y prístina kantiana en la misteriosa pero atrayente fealdad de lo abyecto, lo deforme y lo cruel. La refinación de la élite moderna dispuesta a insistir en una nueva versión de lo clásico versus el canibalismo, la coprofagia y la narcopolítica. Dejamos a la par de insistir en una única perspectiva de análisis occidental, heteropatriarcal y colonialista, para hacernos de otros elementos que nos expliquen la catástrofe ecológica, el activismo y la entropía, la periferia y la historia contadas desde la interseccionalidad, la paradójica expansión de la multiplicidad propia de las llamadas minorías y las posibilidades infinitas que tienen nuevas acepciones tales como el sentido de las siglas LGBTIQ, las cuales pretenden esbozar una serie de géneros alternativos, de posibles infinitos.
Otra categoría que demostró su falencia en el siglo pasado fue la división entre Oriente y Occidente como modos de ver, hacer y pensar diametralmente opuestos hasta el inicio de los procesos globales iniciados en el neocolonialismo decimonónico, mismos que dieron a luz resultados heterogéneos, tal y como en cada proceso histórico se registra al momento de un intercambio importante entre dos órdenes culturales. El híbrido surgido en el Japón de posguerra en la danza Butoh de Hijikata Tatsumi recogió en un primer momento influencias de occidentales como Jean Genet, Antonin Artaud y Georges Bataille, a los que se adhirieron la transgresión, lo grotesco y lo violento, lo oscuro y lo chamánico. De lo formal a lo informe, en su intento por socavar la insistencia en la pureza de la forma que habían logrado las vanguardias geometristas, a partir de lo bizarro, lo no euclidiano: la integración contradictoria de legibilidad y confusión, el descenso a la oscuridad transformativa, el horror nuclear producido por la cobardía, el refinamiento, el confort y la complacencia, acompañado de sonidos sin armonía mezclados con el ruido de los motores: la banda sonora de la modernidad; la caricaturización del género, la edad, la nacionalidad y el status. El canon modernista escondido en el énfasis de la hegemonía de la vista, la especificidad y la purificación del medio, es volteado al revés por la síntesis oriental de estas manifestaciones que dejan atrás aquello considerado como convencional. Son dos las realidades imbricadas en el contenido de un intestino, uno no existe sin el otro: forma y contenido. La audiencia es sometida a observar, sentir y empatizar con su propia debilidad: cuerpos afectados, enfermedades que desfiguran, escoliosis, lepra, raquitismo. El todo es el vacío, la nada del cuerpo que se disuelve para volver a ser reensamblado bajo nuevos principios. Desear haber nacido discapacitado para así, poder comprender más.9 En correspondencia con lo anterior, como un work in progress continuo restaría mencionar la herencia del accionismo vienés, los poemas-performances de Bob Flanagan u Orlan, la cancelación de la exposición de Hermann Nitsch en la Colección Jumex tras el asesinato de los 43 en Ayotzinapa por no ser considerada «políticamente correcta» – que, por el contrario, nunca la provocación de una catarsis al menos simbólica hubiera tenido mejor momento. De una u otra forma, la importancia oficialista de la famosa frase dicha por el entonces Procurador de Justicia en México, Jesús Murillo Karam, mejor conocida como «la verdad histórica», logro maquillar incluso la voz de la institución artística en cuestión.10
Hay que recordar que hubo vanguardias como la surrealista –enunciada como la última inteligencia europea por Benjamin– que fueron más allá de la cronología como horizonte de categorización. Su esencia residía en una experiencia sui generis, una forma de ser y de existir capaz de atravesar los tiempos y las nacionalidades: tan surrealistas son Paracelso como Lewis Carroll, el Marqués de Sade y Pancho Villa. Las nuevas categorías también podrían basarse en la ontología de los medios como cuando Friedrich Kittler atinó en delinear una nueva perspectiva aplicable a las cuestiones de formato: del pergamino a los libros, de los jeroglíficos egipcios al código binario. El formato como posibilidad de la existencia de una literatura comparada que hubiera sido prácticamente imposible de hacer con tal velocidad si siguiéramos atenidos a la lectura en rollos dispuestos sobre una mesa de dimensiones lo suficientemente largas para irlos extendiendo. Y a la vez, las posibilidades que el periodo Meiji abrió para la generación de pintores impresionistas y, respectivamente, para la escuela de Ukiyo-E a fines del siglo XIX, aún cuando pocos entienden que para admirar la pintura del arte oriental antiguo no se requería de un marco ni de un caballete sino, de nueva cuenta, de una larga mesa.
Probablemente, en la inhabilidad por comprender absolutamente todo y controlar así los misterios, el orden primero de las categorías y las clasificaciones fue establecer la diferencia entre lo divino, es decir, lo inaprehensible para los seres humanos. Creamos estas cajas para contener elementos incontenibles. Cuando un sistema de categorías deja de servir hay que establecer otro, es un proceso renovable y constante. Muy probablemente el arte es un orden cuyas categorías deberían apelar más bien a la fluidez, pero huir de esas estructuras que las contuvieron en el pasado nos provoca miedo, nos hace sentir incómodos y desorientados. Por ende, recurrimos a subcategorizar aquello ya categorizado: cine ensayo, cine de autor, documental, docuficción, en el afán de que un caos múltiple de variaciones pueda ser susceptible de ser ordenado, controlado, diseccionado.
Mark Dion en Thames dig, transformando la basura del Antropoceno en arte y, antes de él, Gordon Matta-Clark asando un cerdo bajo el puente de Brooklyn donde vivían indigentes, con el objeto de lograr una cohesión social entre la élite y los intocables. Categorizar o descategorizar.
Las neovanguardias latinoamericanas como una continuación corregida y aumentada de las vanguardias europeas rotas: el Neoconcretismo en Brasil, los Tzantzicos en el Ecuador, El Techo de la Ballena en Venezuela. Luis Kamnitzer proponiendo nuevas categorías del arte social basadas en una dialéctica de la liberación.
Otra nueva categoría a manera de propuesta: ¿Es el arte una forma de magia o la magia es una forma propia del arte?
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María Paz Amaro