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Mi madre se llama Carmen Lydia Pérez. Nació en McAllen, Texas. Ella no le pone tilde a su apellido, como acabo de hacerlo, y su nombre de soltera, Guerrero, no aparece en ningún documento oficial.
Cuando mi madre era joven, pesaba menos de 45 kilos. Viajaba por temporadas a Michigan, con el resto de su familia, para la pizca de fresas.
La madre de la que se originó mi madre se llamaba Adelina Guerrero Fuentes. Su nombre de pila significa «nobleza» y proviene del español, aunque leí en algún lugar de la red, mientras investigaba su nombre, que proviene del germánico antiguo.
Hasta la fecha, nadie ha podido decirme dónde nació mi abuela. Sus hijas identifican sus inicios en el estado de Tamaulipas, por la cada vez más amurallada frontera, y apenas pueden agregar algo más.
En Tamaulipas, mi abuela, a quien todos llamaban Nina, contrajo nupcias con un hombre de Montemorelos, Nuevo León, una ciudad pequeña cerca de Monterrey, este lugar que también es conocido en México como el Norte. Su nombre: José Guadalupe.
Siempre me ha gustado el nombre Guadalupe. Es religioso (Nuestra Virgen de Guadalupe), unisex y árabe a la vez (wadi: río/valle), y zoológico (lupus: lobo).
La única historia que conozco de la vida de mi abuelo en México es que vio a su hermano crucificado en un árbol durante la Revolución Mexicana.
Poco después de este evento, mis abuelos se casaron. Tuvieron cinco hijos, el primero nació muerto, luego Enriqueta, María Guadalupe, María Isabel, y Albino, antes de que se fueran a los Estados Unidos, donde tuvieron cinco más: María Herlinda, Carmen Lydia, Juan Antonio, María Rosa y Raúl. Dice mi madre, y esto lo ha contado en trozos y apenas en años recientes, que mi abuelo perdió una apuesta, o que se había inundado en una deuda impagable. Hubo también un altercado, un accidente de coche misterioso, quizá un asesinato, o cuando menos una muerte.
En cuanto mi abuela y su familia lograron instalarse en el Valle del Río Grande de Texas, abrió una tienda de segunda mano en la que vendía botellas de Coca-Cola de una hielera. Le llenaba de orgullo cuidar el jardín lleno de uvas y duraznos que había frente a la casa, mientras que, en el patio trasero, su esposo criaba gallos de pelea en un gallinero improvisado.
A pesar de todos los años que pasó en Estados Unidos, mi abuela nunca aprendió a hablar inglés. Me llamaba Cristóbal, no Christopher. Años más tarde, después de que muriera, me di cuenta de que no era mi nombre el que ella pronunciaba, sino el de ella, aferrándose a mi lengua materna.
Veo La poesía en nuestro tiempo por youtube. En esta cinta filmada el 26 de agosto de 1981, Jorge Luis Borges aparece conversando con Octavio Paz y con Salvador Elizondo en la Capilla Guadalupana del Palacio de Minería de la Ciudad de México. Los tres escritores dialogan sobre el enigma del tiempo.
En el vídeo, Borges ya ha perdido la vista. Octavio Paz, quien es el moderador, se mueve inquieto en su silla. El tercer escritor, Salvador Elizondo, fuma y bebe frente al trasfondo del mural de la Virgen de Guadalupe que hay en la capilla.
Fijo mi vista más allá de los escritores, detrás de ellos, en los querubines dorados que rodean a la Virgen. Gran parte del enigma del tiempo es que nos pide que estemos en un cierto lugar y que traduzcamos lo que se ha dicho en otro lado, en otro momento.
Al menos esto es lo que entiendo de Borges, para quien la comprensión del tiempo solo puede explicarse como ejemplo. Curiosamente, este escritor famoso por sus bibliotecas infinitas y sus mundos quiméricos puede pensar con precisión.
«& the red winds are withering in the sky», repito la cita que Borges recuerda de Poe.
Borges sostiene que Poe fue un poeta mediocre que tuvo la buena fortuna de ser traducido. Dice que uno de sus amigos cometió el error de traducir este verso literalmente.
En el video, mientras Borges recita la traducción de su amigo, se atora en la última palabra, como si se resistiera a habitar el lenguaje ajeno, verbatim. Es posible también que esté atragantándose con una sílaba que no le parece correcta, o que considere que ese mal verso perjudica su salud. Con una mano en su bastón, la otra tiembla. Elizondo se inclina hacia él, demasiado sumiso ante la figura literaria argentina como para saber qué hacer. Trata de adivinar lo que está diciendo Borges, pero los sonidos que el octogenario emite vienen de un lugar que no es la lengua.
Más tarde, muevo el cursor hasta los comentarios del video. Alguien publicó que Borges utilizó su lenguaje alienígena por primera vez.
«Y los vientos rojos se desvanecen en el cielo», pronuncio en mi lenguaje alienígena, un español que me es familiar pero que nunca he sentido natural ni correcto.
Como se puede ver, si Poe tuvo la suerte de ser traducido, alguien trató de encontrar las palabras para expresar lo que Poe decía, en otro lado. Por eso Octavio Paz asegura que Baudelaire se vio a sí mismo en Poe. Poe escribió lo que Baudelaire necesitaba traducir en su propio momento.
No sé cuando empecé a comprar historietas mexicanas. Una historieta es un cómic en español. Siempre he pensado que la palabra historia resulta ambigua ante contextos cotidianos. La razón es porque historia es un cognado de history en inglés, pero por ser, en español, un sinónimo de cuento, puede ser traducida a story, una palabra que es distinta y que tiene un significado totalmente diferente.
Las historias o cuentos incluyen elementos propios de la fantasía, de inventos y mentiras, son relatos contados de manera subjetiva, lejos de como sucede en realidad en la Historia. En inglés, no obstante, la palabra history garantiza una narrativa sancionada, a diferencia de la palabra story.
Lo que hace especial a la palabra en español, historia, es su aparente insensibilidad respecto a sus diferencias semántica e ideológica, a tal grado de ironía que la otra palabra para story en español, cuento, sigue confundiendo lo que supuestamente es y lo que termina siendo puro cuento. Sin embargo, quien piensa contar (count) algo tiene que ordenarlo, así que hasta los cuentos devienen en hábitos contables. Es por estos rumbos, donde se roza la ambigüedad de la fantasía y la sanción, donde se cuentan cuentos como si fueran historia y donde queda lugar para traducir lo que quede inconcluso del relato, que leo estas historietas mexicanas.
En el 2004, por ejemplo, Andrés Manuel López Obrador, el actual presidente de México, quien era entonces el alcalde de la capital del país, imprimió dos millones de copias de Las Fuerzas Oscuras Contra Andrés Manuel López Obrador.1 Con una portada en la que aparecía un tiburón negro al acecho de una multitud, él se hizo parte de una historia cuya tensión entre la izquierda y la derecha se convertiría en una batalla entre el bien y el mal.2 Esta historieta le pisaba los talones a la publicación de El cambio en México ya nadie lo para,3 [p25-26] del gobierno de Vicente Fox.
Pero la mayoría de las historietas no tratan de política, al menos no de manera explícita. Cuando era joven, solía echarles discretamente un ojo en los supermercados locales de mi pueblo texano; guiaba ese ojo lentamente hacia los pequeños libritos mientras el otro se quedaba fijo en el carrito de las compras de mi madre. En aquel entonces, los hombres empistolados y las mujeres desamparadas y voluptuosas, junto con los títulos en tipografía estridente que leía en silencio en español, estaban prohibidos. Estas historias, escritas en un idioma que estaba a punto de ser ajeno para mí lingüísticamente, aunque no culturalmente, anunciaban las palabras «para hombres» en sus portadas.
Hoy en día, mi colección de historietas, humilde pero en aumento, incluye dos ejemplares de El Solitario, una edición premiada de Las chambeadoras y un puñado de El libro vaquero. De este último se venden más de 41 millones de ejemplares al año. 1 La historieta más vendida incluye varios protagonistas blancos e indescriptibles que se aventuran en el llamado salvaje oeste.
La manera en que estos héroes güeros traducen las historias de un minero de Hidalgo, un boleador de Jalisco, o un carpintero de Puebla recién emigrado a Nueva Jersey, depende de una rara hazaña del género del oeste que, a diferencia de la exófora de otros mundos en la ficción especulativa, se posiciona en una frontera que inventa una historia de conquista y vigilancia dominante en el contexto entero. En cualquier caso, para los que vivimos en la frontera, esta historia narra un cuento que nos resulta familiar, aun si para todos aquellos que aquí viven, la extremidad del «aquí» puede localizarse apenas en los cuentos que hablan de conquista y vigilancia. Esto es porque la naturaleza indómita de contar cuentos, que va de la mano con la de vivir en la frontera, fomenta una inclinación indomesticable e incultivable hacia la Historia. Poco importa si esta condición es artificial o natural. Puedo decir con certeza que a veces es imposible vivir aquí. ¿Por qué? Porque lo que se dice de la frontera borra lo que siempre ha estado aquí, y el género western, en particular, es eficaz al encontrar una forma de entender este lugar como si fuera una tábula rasa del cuento norteamericano.
En «Cazador de indios», núm. 1504 de El libro vaquero, la historia comienza con la comanche Lucero de la Mañana escapando de los Apaches que quieren violarla. Para salvarse, se ve forzada a meterse en un río y brincar de una cascada, hasta que es arrastrada a la orilla por la corriente, inconsciente. Luego un buscafortunas la rescata.
No hay nada qué decir de este hombre, Donovan, excepto que su pelo es largo y rubio y que su quijada es cuadrada.
Al despertar, Lucero de la Mañana se enamora de él por haberla salvado y le ofrece su alma y su cuerpo. Lo que sigue tiene que ver con el amante abandonado de Lucero de la Mañana, el Puma Loco, a duelo con Donovan para recuperar su honor. Puma Loco pierde. El jefe de la tribu, Venado que Corre, le ordena a Donovan que capture a Hacha Rota, un traidor que se ha aliado con el «cazador de indios» Herman Taylor. El héroe debe liberarse de la tribu comanche al cumplir con la orden de Venado que Corre. Sólo así le permitirán llevarse a Lucero de la Mañana a lontananza.
El Número 1557 de El libro vaquero, «Búfalo Blanco», aborda el tema con algunas variantes. Se centra en la historia del Ojo de Halcón, un «valiente» shoshone, acompañado de su amante Torcaza y su amigo blanco Kenny Ponder, cuya misión es hallar el búfalo blanco para que el protagonista pueda convertirse en un chamán y, de esa forma, restaurar el destino tras haber matado, sin saberlo, al chamán de la tribu, Mahpiya Ska (Nube Blanca, de acuerdo a la historieta), mientras protegía el campamento de un ataque cheyenne.
El enemigo de este trío aventurero es el cazafortunas Mitch Beadwell, quien se ha aliado con la amargada y vencida tribu cheyenne, una vez que descubre que el codiciado «collar de fuego» es parte del botín.
Como es de esperarse, los héroes vencen a sus enemigos. Ojo de Halcón y su banda regresan de las montañas, bendecidos por el búfalo blanco. Siyotanka, una «mujer sabia» (wika hunka, dice la historieta), le confiere al nuevo curandero el collar de fuego. Con un guiño astuto a los lectores de El libro vaquero, el collar resulta estar hecho de monedas de oro mexicanas. «Rojos no estar atados a metal amarillo», dice Ojo de Halcón al otorgarle el collar a su amigo blanco. Los dos toman su propio camino, y la historia termina.
Estoy seguro de que a estas alturas resulta obvio que me gusta leer El libro vaquero. Los tropos que contiene me hablan del fracaso de habitar un lugar que se resiste a clasificar las leyes de quién es qué y cómo. Como un halcón remontando vuelo con su vista de pájaro, o un gusano a la espera de su metamorfósis, estoy en la frontera, un lugar donde los cuentos enredan nuestras historias hasta volverse más ajenas. Tratar de desenredar cómo El libro vaquero lanza a los shoshone contra los cheyenne, mientras que a la vez retrata a Donovan como el salvador blanco, para un público mexicano que está en constante discordancia con el mestizaje, puede ser una forma de examinar, parte por parte, cómo se relatan los cuentos de las historietas. Aun así, el salvajismo de la frontera vuelca mi intención de contar esta historia en un deseo por lo que existe más allá de esta ficción.
Quisiera encontrar las palabras para decir que no es quienes somos en la frontera sino cómo vivimos esa realidad lo que nos lleva a reimaginar nuestro inhabitable lugar en la narración. Basta mirar cómo toda la diversidad de gente indígena retratada en El libro vaquero habla un español que se limita al uso de los verbos en infinitivo. Desligado de las conjugaciones, el lenguaje que da forma a su realidad está en desacuerdo con el acto de narrar. Aún si, y quizá porque, El libro vaquero presenta un estereotipo de patrones discursivos agramaticales para conformar una alteridad primitiva, sin duda abre una grieta en su trama. Posibilita que un motivo ulterior sea contado fuera de la historia.
Cuando Lucero de la Mañana, desnuda y cautivada en los brazos de Donovan, exclama, «¡Ooh, Pálido! ¡Al fin, tenerte! ¡Y-Yo morir de gusto!», ¿equipara la elección de sus verbos sin conjugar de «tener» y «morir» al indefinido e ilimitado abrazo? ¿Serán considerablemente infinitos?¿Estará desatada su expresión de placer del tiempo de su enunciación, también? ¿Acaso no está regulada por la historia ni para mostrarle a su amante blanco ser sumisa ante su colonización temporal?
¿Podría estar traduciendo en nombre de todos fuera de la colonia de la historia? ¿O será que quizá esté buscando un acto narrativo que no sea primitivo sino prehistórico y preternatural que desarraigue su existencia? ¿Qué tal, si entonces, la condición salvaje de narrar vuelve ambigua la inflexión temporal del lenguaje y la convierte en un reporte de cómo la historia es incapaz de contar cuentos de cuerpos en las fronteras?
En todo caso, este es un desafío enorme para El libro vaquero o para cualquier otra historieta. El «Búfalo Blanco» de El libro vaquero, reserva las últimas 30 páginas de la edición para una mini-historieta a cargo de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Al fin y al cabo, cada número forma parte de la historia de un lector solitario, como yo, que ahora no está allá sino aquí, con todo el mundo.
Cuando Hernán Cortés vino a conquistar México, escribió cartas a casa contando que había visto mezquitas. Este informe pasó a la posteridad en la Primera Carta de Relación al Emperador Carlos V.
Esta es una de las historias más bárbaras que conozco y es una de las que siempre cuento.
Setenta y dos años después de la Primera Carta de Relación, Juan de Cárdenas, un científico español, escribió en Problemas y Secretos Maravillosos de las Indias:
Leí esta cita por primera vez de una hoja empapada, en un aguacero de la Ciudad de México. Me había quedado atorado bajo el toldo de un cibercafé en la colonia Narvarte. La acusación de Juan de Cárdenas del peyote era uno de los tres epígrafes de Híkuri, el libro de José Vicente Anaya, que había comprado aquel día de mano de una de las editoras, tras haber ido a su casa para poder adquirir esta pequeña y rara edición antes de que tuviera que tomar mi vuelo de regreso a Palestina al día siguiente. Era el 2016, y la reedición del libro del 2014, publicado por primera vez en 1978, formaba parte del Archivo Negro de la Poesía Mexicana, de Ediciones Malpaís, una colección que incluía obra reimpresa al estilo del Radio: poema inalámbrico en trece mensajes, de Kin Taniya.
En ese entonces, estaba en busca de un tipo de poesía más allá de la representación infrarrealista del caminar de espaldas hacia el horizonte. Creía que Híkuri me daría una pista. El poemario, largo como un libro, es sobre ingerir peyote. Después de leerlo, me di cuenta de que posiciona a un poeta, que está condenado, a contar una historia que ya se contó.
A Anaya le gusta el griot de África Occidental. Mejor dicho, él es uno de los escribanos de México, una profesión moribunda de escritores comunales que, además de notariar documentos en las plazas de los pueblos, también escriben poemas de amor para los iletrados. Este tipo de poeta de servilletas garabateadas y de servicio público leal sabe demasiado de historia como para poder traducirla fuera de ella a un cuento que está aún por encontrar las palabras precisas para poder contarse fielmente. Él y la escritura se topan con el problema de la narración.
Por si no fuera poco, la tendencia del Peyote de convertir cualquier experiencia en un recuento enredado de fronteras traspasadas y transgredidas deja a Anaya sin opción de vida que no sea la de un paria, y creo que es una de las posturas más difíciles desde la que uno puede compartir su historia. Al final de las páginas de su poema, el poeta se da por vencido en el mundo de la escritura, declarando, «El Verdadero Nombre no se escribe», como si dijera que aquello que no se puede grabar ni reportar complica la manera en que fantaseamos sobre la verdad—«Quéntase con verdad», de Cárdenas exige, ¿cierto?4 [p117]
En verdad, el problema de narrar invita a confrontarnos a otros caminos narrativos que marcan formas nuevas de movimiento a nuestro alrededor. Para el poeta, el hecho de la enunciación parece ser suficiente, al menos cuando se arranca. Él dice (escribe):
¿Será truísmo o poesía decir que todo transforma el espacio? ¿Que «aquí» otorga suficiente trayectoria para darle una dimensión al doquier? ¿Que las visiones de la tierra y la gente que habitan un delta, montañas, cañones, desiertos, y vastas zonas de matorrales a lo largo de una frontera de 1,953 millas que alguna vez fue mucho más morfa, mucho más peleada, y que incluía espacios como Nueva Vizcaya, Nuevas Filipinas, Nuevo Santander, Nueva Navarra y Baja y Alta California, estas dos últimas nombradas por una isla ficticia gobernada por una reina negra, junto con los lugares que también estaban aquí —la verdadera apachería, el mito de Aztlán, el espejismo de El Dorado, etc.— provocó una idea del oeste cuya narrativa era salvaje?, ¿que lo era tanto del desconocimiento del ser como del ser desconocido, como lo he sido yo aquí? *
«En esta propulsión de nervios / ¿Qué ves, / en el lugar que pisa tu cabeza?», escribe Anaya.4 [p52] Estos versos eran ya de Antonin Artaud cuando dijo, «Dar un paso dejó de ser para mí dar un paso, sino sentir adónde llevaba mi cabeza».6 [p45] Antes de Anaya, Artaud batalló con su propio enredo del tiempo narrativo cuando escribió en The Peyote Dance sobre el cuerpo «cuartelado en el espacio».6 [p9] Escrito mientras era prisionero de los manicomios franceses, el libro registra las experiencias de Artaud con los rarámuri en 1936, cuando viajó a Chihuahua, para ver a quién llamaba él antediluviano, gente «primitiva» entre la que no sería un turista sino un cómplice de la historia.
The Peyote Dance es más problemática y plagada que Híkuri. Es también más interesante. El libro trata principalmente de Artaud, aunque también es sobre el peyote. Sin duda, termina errando en cantidad de cosas. Artaud llama a los rarámuri Tarahumara, así, y no con su endónimo, que en sí mismo se refiere solamente a los miembros masculinos de la tribu. Un error más escandaloso en las primeras páginas revela la creencia de Artaud de que los rarámuri descienden de los mayas. Los capítulos del libro, «La carrera de los hombres perdidos», «La tierra de los reyes magos», y «Los derechos de los reyes de la Atlántida», se sienten quijotescos y pícaros también.
En efecto, The Peyote Dance concocta una historia que Artaud usa para clasificar lo que en el fondo sabe que simplemente requiere traducción y, aún así, quién sabe cómo, un espíritu orientalista fracasa en su intento por asirse del libro. Sucede que en una postdata que aparece a la mitad, Artaud revisa la manera como transcribió la Cristiandad en cada aspecto de su historia. Le echa la culpa a la manía de su conversión religiosa forzada cuando se encontraba bajo confinamiento solitario en Rodez. Escribió el capítulo «El rito del peyote», según Artaud, mientras tenía lugar su terapia de electroshocks y era envenenado por «cuando menos entre ciento cincuenta a doscientas hostias en (su) cuerpo».6 [p43] El mismo Artaud fue quien decidió que la primera obra para el Teatro de la Crueldad sería sobre la conquista de México. El espectáculo incluiría «la pregunta de alarmante urgencia sobre la colonización y el derecho que un continente cree tener para esclavizar al otro», a través del cual cuestionaría, desde la perspectiva de que «todo lo que actúa es cruel», «la superioridad real de ciertas razas sobre otras» y mostraría «la filiación más íntima que amarra el genio de la raza a formas particulares de civilización».7 [p126-127]
Quiero decir que, de diversas formas, la transfiguración que Artaud deseaba para sí mismo entre los rarámuri de México debía de ser tan cruel y redentora como la transfiguración de Cristo. Se necesitaba que la crucifixión o algo similar se le aproximara porque el surrealista quería desafiliarse de Europa o, cuando menos, exorcizarse de sus peores demonios que, como la descripción del peyote de Juan de Cárdenas, auguraba eventos en el porvenir. No importaba si esta predicción anunciaba el naciente fascismo europeo, el anti-indigenismo en México, o la realidad mortecina del arte marxista. Cuando Artaud escribía, lo hacía para encontrar un lugar para él mismo en el mito, no en la historia. Pero como cuentista, Artaud solamente podía ordenar el conocimiento derivado del apropiarse de la experiencia de habitar el otro lado de la frontera. Este tipo de escritura(grafía) de la gente(etno) se aboca a la tarea de la descolonización pero le es imposible desentenderse de su propia historia fabricada, alineada con el saqueo. *
Tal vez por eso a los surrealistas les encantaba robarse todo lo que podían, en todo momento. Esta forma de transfiguración que la cultura prometía traspasaba una frontera tras otra hasta que la violencia ocasionada terminaba por crear, supuestamente, nuevos sujetos que en realidad los surrealistas solamente estaban «descubriendo», «desenterrando», «reviviendo» de lugares que parecían un nuevo mundo. Bataille, por ejemplo, no podría haber sido más brutalmente honesto al escribir sobre la América indígena cuando dijo que los aztecas eran, moralmente, «polos aparte» de Europa. Debido a los impensables actos del sacrificio humano, la civilización azteca les era «despreciable» a los europeos, según Bataille. Artaud, por otro lado, demostró cuán envidiosa la empresa a la que se dan los escritores podía ser, al señalar, «el peyote, como lo conocí, no fue hecho para los blancos». 6 p48]
Antes de viajar a Chihuahua, Artaud publicó en La Nacional el ensayo, Lo que vine a hacer a México. «Bajo pena de muerte, México no puede renunciar a las conquistas actuales de la ciencia, pero tiene en reserva una antigua ciencia infinitamente superior a los laboratorios y los sabios», escribe.9 En este mismo ensayo, Artaud también sostiene que bajo la ciencia occidental hay otras fuerzas «sutiles», «escondidas» y «desconocidas» que no son parte de la esfera de la ciencia todavía –pero que podrían serlo.
Hace poco me enteré de que antes de venir a México, Artaud había leído el poema de Alfonso Reyes, «Yerbas del Tarahumara», publicado en 1929 y vigente en su traducción francesa. La última estrofa del poema termina con el cuarteto, «Con la paciencia muda de la hormiga,/ los indios van juntando sobre el suelo/ la yerbecita en haces/ —perfectos en su ciencia natural».10 Introduce la historia de lo que Artaud llama «la absoluta expansión geográfica de una raza» en The Peyote Dance.6 [p12] Es un poema que inaugura el estudio de campo que podría clasificar el mito esquizo-poético de Artaud y que más tarde definiría el reclamo de la alteridad indígena de Anaya y su planta de alteración subjetiva, enraizada en la natividad local. Mientras tanto, el poema mira desde la lejanía, de afuera hacia adentro, cómo traducir ese lugar del que habla.
El hecho de que la ciencia registre el conocimiento indígena al servicio del poema solo enriquece la complicidad del cuento en sus múltiples robos narrativos, históricos y presentes. El poema va así: Reyes escribe que los rarámuri han descendido de las montañas otra vez tras un mal año. Habla de su belleza inquietante, a la vez que narra su forzada conversión cristiana. El sincretismo indígena, sugiere con muy poca o demasiada imaginación, permite a los rarámuri comer peyote y entrar en una «borrachera metafísica» que compensa el peso existencial de andar por la tierra.
La estrofa clave de «Yerbas del Tarahumara» convierte al poeta en un botánico que enlista diversas hierbas nativas, como el simonillo (Conyasa canadensis), el yerbaniz mexicano (Tagetes lucida), y el chuchupaste (Ligusticum porteri), que los rarámuri venden en las plazas de los pueblos. En el poema, Reyes prefigura el sentido agudo de pérdida de Artaud que deriva de cómo la no-indigenidad se chinga la locación de la historia cuando en la misma estrofa habla de la «envidia urbana» (urbane envy, de la traducción de Samuel Beckett) de los citadinos blancos que compran las hierbas secretas de los rarámuris.
Al leer «Yerbas del Tarahumara» me siento como un Artaud de ojos bien abiertos. Unas fuerzas desconocidas me empujan a decir que mientras que la botánica establecía una taxonomía para identificar, clasificar y describir plantas, como el peyote, estas plantas ya poseían una vida ulterior y antigua—o quizá simplemente distinta.
El nombre científico del peyote, por cierto, es Lophophora williamsii. Esta especie cabe en una taxonomía cuyo género es lophophora; su subfamilia: cactoideae; familia: cactaceae; orden: caryophyllales; sus clases: todos las eudicotas, angiospermas y traqueofitas; y su reino: plantae. El nombre Lophophora williamsii, en sí completamente foráneo en la región del cactus, es atribuido al botánico francés Charles Lemaire y al estadounidense John Coulter. En 1894, Coulter publicó La revisión preliminar de la especie norteamericana del Cactus, Anhalonium y Lophophora con el apoyo del Departamento de Agricultura de Estados Unidos que le había pedido «asegurar una buena cantidad de material adicional de especímenes y apuntes de campo».11 [p91] En su camino a la frontera de Estados Unidos y México, en Texas, lugar al que yo llamo hogar, Coulter escribió un compendio en cuyas últimas páginas se actualizaba el limitado conocimiento botánico del occidente que existía sobre el peyote. En sus palabras:
Al toparme con esta descripción, pienso en Artaud y su revelación de que el peyote no fue hecho para blancos. Me dirijo a la Enciclopedia de las Plantas Psicoactivas: Etno Farmacológicas y sus aplicaciones, que lista más de 50 «nombres folclóricos» para el cactus, muchos de ellos originarios de varias tribus indígenas de Estados Unidos. Además de Lophophora williamsii, el cactus se llama wokowi (Comanche), peugeot (Kickapoo), azee (Navajo), chile (Cora), hunka (Winnebago) y camaba (Tepehuano), entre otros nombres.12 [p1023] El nombre «peyote», para quien lo desconozca, deriva de la palabra náhuatl «peyotl». Pero los rarámuri, que traen al cuento esta historia y desarrollan los imaginarios de los tres poetas que he estado leyendo, prefieren la palabra «híkuri».
Otro libro que tengo dice que los rarámuri de Rejogochi creen que el híkuri crea una clase especial de seres que adquieren forma humana. Estos seres ayudan o castigan a los rarámuri al interactuar con ellos basándose en una relación de reciprocidad en la que, si se altera su equilibrio, provocan que el híkuri contraataque y capture almas humanas.13 [p131]
En la taxonomía del universo de los rarámuri de Rejogochi, una que es muy diferente a las explicaciones botánicas sobre la pertenencia, el peyote forma parte de un grupo de gente planta que acompaña a los humanos en la Tierra.13 [p75] El peyote tiene voluntad y tiene un alma, según esta idea. O es que el alma del peyote, que concibe vida, crea un agente con el que los rarámuri interactúan, cautelosamente, entre varios niveles de veneración y miedo.
En su lengua, las palabras para «alma(s)» son ariwá e iwigá, ambas también sinónimos de «aliento».13 [p155] Cuando los rarámuri respiran, una porción de su alma entra y sale de su cuerpo, que hace las veces de hogar.
En el 2017, José Vicente Anaya leyó Híkuri a un grupo de rarámuris que vivían en casas improvisadas en las afueras de Ciudad Juárez, a lo largo de la frontera de Chihuahua–Texas.14 [p122-123] A pesar de esta experiencia extraña, al grupo le encantó el poema y «el sello respiratorio del poeta».8 En principio, los transportó de vuelta a la Sierra Tarahumara y transfiguró la hora del cuento al desafiliarse de la historia. También les otorgó un lugar para respirar.
Entonces, tiene sentido que los rarámuri cuenten oralmente sus historias, no que las escriban. No es una manera de resucitar lo que está muerto, sino de conservarse ligeros sobre la Tierra, como su propio nombre indica.
Yo no escribí esta última historia. La autora es María Anna Barrera.
Me pregunto si Alonzo y Abelina en Laredo, Texas, se enfrentaron con un oficial de inmigración que siete años más tarde le preguntaría a Vladimir Mayakovsky en el mismo punto de entrada, «Moscú. ¿Eso está en Polonia?» Pero no cuento esta parte de la historia.
No hablo de poesía soviética, revolución, México. Leo pulp fiction del salvaje oeste e investigo cactus a lo largo de la frontera. Me doy cuenta de que el mismo año que André Breton excomunicó a Artaud, mi bisabuelo Alonzo había vuelto a México buscando la sanación del Niño Gaudencio. Esto fue antes de que Artaud escribiera, «El hombre está solo, rasgando desesperadamente la música de su propio esqueleto, sin padre, madre, familia, amor, Dios, o sociedad»,6 [p38] líneas apropiadas a la manera en que mi bisabuelo desaparecería, con todo y sus últimas palabras, «Salúdame a todos allá».
En los últimos años de su propia vida, Artaud terminaría su poema «Hay una vieja historia», con la frase, «¿Para qué chingados estoy aquí?»15 [p227–229] Con preguntas como esta me dan ganas de cuestionar cuáles son las historias que no parten de ningún lado en particular pero se mantienen compartidas. Quisiera saber porqué mi historia se separa de sí misma hasta el momento en que al darle forma se vuelve extraña hasta para mí. Termino por querer contar historias ajenas, cuando vengo de un lugar donde las historias llevan a otro. La gente de aquí que me precedió lo sabía; si no, ¿cómo es que la propia historia de la frontera ha cambiado también?
Los rarámuri creían que en el momento de la muerte, los fallecidos exclamaban, «Todos se murieron». Escribir funciona de la misma manera. Articula el mundo que pasa a la mejor vida, al arreglar y distribuir todas las cosas que son dichas. Al mismo tiempo, estoy aquí en esta, traduciendo esa historia.
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